Esta tarde
hemos hecho un cambio en el cole. A última hora nos tocaba informática, pero
cuando hemos bajado al aula de los ordenadores resulta que estaba ocupada. Doña
Tere, la maestra de segundo estaba en la clase haciendo no se qué, y cuando
fuimos a entrar nos echó una mirada de esas de “quieto paraó” y cuando Doña
Tere te mira así, más te vale salir huyendo.
Volvimos a
la clase con nuestro maestro el señor Joaquín. El señor Joaquín es un hombre
mayor, este es su último año en el colegio, y se porta estupendamente con
nosotros, nos hace juegos y nos cuenta muchos chistes, es el mejor maestro que
he tenido nunca. El caso es que llegamos a clase y le dijimos que no se podía
entrar en el aula de informática. Al principio a mi me daba un poco de pena,
porque me encanta la clase de informática, aunque cuando descubrí lo que íbamos
a hacer la pena se me pasó volando. ¡El señor Joaquín nos dijo que podíamos
bajar al patio y hacer juego libre! Y claro, por mucho que me guste la
informática, el juego libre es el juego libre.
Todos
bajamos corriendo como borricos hacia el patio, gritando de alegría. Una
maestra salió de su clase para echarnos la bronca, por todo el follón que
armábamos, pero estábamos demasiado emocionados como para prestarle atención.
-¡Haced el
favor de comportaros, que los demás estamos trabajando! –chillaba. Pero ninguno
hicimos caso.
Nuestro recreo
es el mejor del mundo, es enorme y está dividido en tres partes. Tenemos una
pista para jugar al frontón, otra para jugar a fútbol, aunque también tiene
canastas, lo que es un fastidio, porque si jugamos a las dos cosas a la vez,
nos molestamos unos a otros y siempre acaba habiendo “bulla”. Las pistas están
rodeadas por unas gradas. A veces hacemos torneos en el cole y los padres
vienen a las gradas y se ponen a animar. Bueno, animar o gritar como locos,
porque algunos padres se emocionan más que nosotros ¡y eso que no están jugando
ellos! La última parte del recreo es un espacio con tierra y árboles. Este es
el patio de los pequeños. Se ve que cuando somos muy niños a todos nos encanta
revolcarnos por la arena. Al fondo de este patio, detrás de la verja hay un
huerto súper grande, así que tenemos unas vistas inmejorables de naranjos y
lechugas.
Bueno, la
cosa es que cuando estábamos ya abajo sacamos material y nos pusimos a jugar.
Casi todas las chicas se pusieron a jugar con la pelota de baloncesto, incluida
Lucia que es la chica más guapa de la clase y todos vamos detrás de ella. La
verdad es que no se si en realidad es tan guapa, lo que pasa es que el resto
son un poco feas.
David, que
es un empollón y le encanta estudiar, cogió unas cuantas pelotas diferentes y
empezó a calcular cuánto botaba cada una. Las dejaba caer, medía la altura del
bote con una regla y apuntaba los resultados en una libreta. Este David está
“pallá” ¡quién se baja una libreta al patio el día de juego libre! Está claro
que cada uno se divierte a su manera, pero ¿enserio? ¿Apuntar resultados en una
libreta? En fin es David, preferimos eso a que venga a darnos la murga con sus
lecciones sobre la salud a la hora de hacer deporte.
Otros
cuantos, entre ellos yo cogimos un balón y nos pusimos a jugar a fútbol, y el
resto sacaron una pelota gigante de esas de plástico para lanzarla por los
aires y botar sentados en ella.
Para el
partido, se echaron Adri, que es el mejor jugador de la clase, no solo en
fútbol, si no en cualquier deporte, es un hacha el tío. Y Miguel. La verdad es
que cuando juega Miguel es una tontería echarse, porque hay que dejarle ganar.
Si pierde se enfada y como su padre es policía nos dice que nos va a arrestar a
todos. Yo no sé si los niños podemos ir a la cárcel, pero es mejor no
arriesgarse y hacer lo que dice. Como el equipo de Miguel se pidió ser España
nosotros elegimos a Brasil, y puesto que a mi me tocó toda la banda izquierda
me pedí ser Roberto Carlos, pero el del Madrid, cuando era joven. Yo no lo he visto
jugar, pero mi padre habla mucho de él, así que supongo que sería bueno.
Después de
un buen rato de juego, seguíamos con un disputadísimo cero a cero, cuando me
encontré con un balón perfecto en la frontal del área. Todos gritaban –¡Tira,
tira! Cogí toda la fuerza que había en mí para chutar la pelota, pero entonces,
Andrés, que es más bruto que un arao me hizo una entrada que ni De Jong a Xabi
Alonso en la final del mundial. Me arreó semejante patada en la espinilla que
se me quitaron todas las ganas de seguir jugando. Por supuesto empecé a llorar
como un descosido y me fui al recreo de los pequeños, donde la tierra, me senté
debajo de un árbol y estuve allí hasta que se me pasó el dolor.
A mi lado
estaban Juan, Iván y Raquel jugando con
la pelota gigante, dándole patadas para hacerla volar lo más alto posible.
Parecían estar pasándoselo pipa así que decidí unirme a ellos. Como no podía
ser de otra forma, Juan combinaba los patadones con unos quicos que tenía escondidos en el
bolsillo. Es que Juan siempre está comiendo, pero lo curioso es que nunca
engorda, nadie lo entendemos, pero así es. No hay día que no lleve algo de
picar en la mochila o la chaqueta. Unas galletas, pipas, chuches… de todo ¡hasta
unas aceitunas le vimos un día en una bolsita! Solo Juan podría traerse
aceitunas al cole.
El caso es
que en uno de los intentos por traspasar la atmósfera la pelota se quedó
encajada entre dos ramas de un árbol. No sé cómo lo hacíamos, pero casi siempre
que jugábamos con una pelota se nos encalaba en un árbol. Aunque como ya estamos
acostumbrados tenemos una técnica secreta para solucionarlo. Cogemos una
zapatilla y la lanzamos con todas nuestras fuerzas hacia la pelota. No es que
sea muy sofisticada pero nos da resultado. Esta vez le tocó descalzarse a Iván.
Iván es un compañero que, cómo decirlo… el
señor Joaquín nos ha enseñado a decir que tiene un problema, o que es especial,
pero vamos, para que se me entienda, que no tiene muchas luces. Al principio a
Iván no le hizo mucha gracia, porque lucia unas esplendidas Nike que le habían
regalado esa misma semana
-Si te ha
tocado, te ha tocado –le decía Juan -, así es la suerte.
El
argumento no parecía convencerle demasiado, pero no podía hacer otra cosa más
que aguantarse, le había tocado y eso era sagrado.
Juan era el
encargado de tirar la zapatilla, pues era el que más fuerza tenía de los
cuatro. Se preparó, apuntó con la mirada ¡y lanzó! Ninguno nos esperábamos lo
que pasó a continuación. La zapatilla ni siquiera rozó la pelota, pasó entre las
ramas y con un vuelo perfecto siguió subiendo hasta cruzar la verja del colegio
y caer en los huertos de enfrente, a la sombra de un naranjo. Todos nos
quedamos boquiabiertos, bueno, todos menos Raquel que se echó a reír. Iván
empezó a llorar y se fue corriendo a decírselo al señor Joaquín, que decidió
que lo mejor era que Juan y yo fuéramos al huerto en busca de la zapatilla voladora.
Solo
tuvimos que dar un pequeño rodeo al colegio y ya teníamos la zapatilla en
nuestras manos. Juan iba a lanzarla de nuevo, pero yo le dije que no, que ya
había lanzado mal antes y que ahora me tocaba a mí. Cogí la zapatilla y la
tiré, esperando solucionarlo todo y calmar La plorera de Iván. Solo hubo un
problema, yo no tengo tanta fuerza como Juan, así que me quedé corto, le di a
la verja, con tanta mala pata que la pobre Nike rebotó y fue a caer dentro de
la acequia del huerto y la corriente de agua se la tragó en la tubería. ¡En qué
momento le dije nada a Juan! Tendría que haber dejado que lanzara él. Iván se
puso a llorar aún más fuerte y Raquel No podía parar de reírse.
-¡Cállate, cállate!
–le gritaba Iván -¡Qué te calles he dicho!
También es
mala suerte, dos lanzamientos fallidos en una sola tarde, ¿Quién podía imaginárselo?
Cuando todo
parecía perdido vimos como la zapatilla salía flotando al otro lado de la
tubería, así que salimos escupidos a por ella.
Justo antes
de que sonara la sirena de las cinco, para irnos a casa, estábamos de vuelta en
el patio con la zapatilla intacta. Chopada, pero intacta.
Iván estaba
rojo como un tomate, se podía ver la rabia en sus ojos.
-¡Estoy muy
enfadado! –repetía una y otra vez. Nos quitó la zapatilla se la puso a
regañadientes y se fue a casa, mientras los demás no podíamos parar de reír.
El señor
Joaquín nos regaño por lo ocurrido, pero había algo raro en su cara. Yo creo
que por dentro él también se estaba riendo.