domingo, 11 de mayo de 2014

JUEGO LIBRE

Esta tarde hemos hecho un cambio en el cole. A última hora nos tocaba informática, pero cuando hemos bajado al aula de los ordenadores resulta que estaba ocupada. Doña Tere, la maestra de segundo estaba en la clase haciendo no se qué, y cuando fuimos a entrar nos echó una mirada de esas de “quieto paraó” y cuando Doña Tere te mira así, más te vale salir huyendo.
Volvimos a la clase con nuestro maestro el señor Joaquín. El señor Joaquín es un hombre mayor, este es su último año en el colegio, y se porta estupendamente con nosotros, nos hace juegos y nos cuenta muchos chistes, es el mejor maestro que he tenido nunca. El caso es que llegamos a clase y le dijimos que no se podía entrar en el aula de informática. Al principio a mi me daba un poco de pena, porque me encanta la clase de informática, aunque cuando descubrí lo que íbamos a hacer la pena se me pasó volando. ¡El señor Joaquín nos dijo que podíamos bajar al patio y hacer juego libre! Y claro, por mucho que me guste la informática, el juego libre es el juego libre.
Todos bajamos corriendo como borricos hacia el patio, gritando de alegría. Una maestra salió de su clase para echarnos la bronca, por todo el follón que armábamos, pero estábamos demasiado emocionados como para prestarle atención.
-¡Haced el favor de comportaros, que los demás estamos trabajando! –chillaba. Pero ninguno hicimos caso.
Nuestro recreo es el mejor del mundo, es enorme y está dividido en tres partes. Tenemos una pista para jugar al frontón, otra para jugar a fútbol, aunque también tiene canastas, lo que es un fastidio, porque si jugamos a las dos cosas a la vez, nos molestamos unos a otros y siempre acaba habiendo “bulla”. Las pistas están rodeadas por unas gradas. A veces hacemos torneos en el cole y los padres vienen a las gradas y se ponen a animar. Bueno, animar o gritar como locos, porque algunos padres se emocionan más que nosotros ¡y eso que no están jugando ellos! La última parte del recreo es un espacio con tierra y árboles. Este es el patio de los pequeños. Se ve que cuando somos muy niños a todos nos encanta revolcarnos por la arena. Al fondo de este patio, detrás de la verja hay un huerto súper grande, así que tenemos unas vistas inmejorables de naranjos y lechugas.
Bueno, la cosa es que cuando estábamos ya abajo sacamos material y nos pusimos a jugar. Casi todas las chicas se pusieron a jugar con la pelota de baloncesto, incluida Lucia que es la chica más guapa de la clase y todos vamos detrás de ella. La verdad es que no se si en realidad es tan guapa, lo que pasa es que el resto son un poco feas.
David, que es un empollón y le encanta estudiar, cogió unas cuantas pelotas diferentes y empezó a calcular cuánto botaba cada una. Las dejaba caer, medía la altura del bote con una regla y apuntaba los resultados en una libreta. Este David está “pallá” ¡quién se baja una libreta al patio el día de juego libre! Está claro que cada uno se divierte a su manera, pero ¿enserio? ¿Apuntar resultados en una libreta? En fin es David, preferimos eso a que venga a darnos la murga con sus lecciones sobre la salud a la hora de hacer deporte.
Otros cuantos, entre ellos yo cogimos un balón y nos pusimos a jugar a fútbol, y el resto sacaron una pelota gigante de esas de plástico para lanzarla por los aires y botar sentados en ella.
Para el partido, se echaron Adri, que es el mejor jugador de la clase, no solo en fútbol, si no en cualquier deporte, es un hacha el tío. Y Miguel. La verdad es que cuando juega Miguel es una tontería echarse, porque hay que dejarle ganar. Si pierde se enfada y como su padre es policía nos dice que nos va a arrestar a todos. Yo no sé si los niños podemos ir a la cárcel, pero es mejor no arriesgarse y hacer lo que dice. Como el equipo de Miguel se pidió ser España nosotros elegimos a Brasil, y puesto que a mi me tocó toda la banda izquierda me pedí ser Roberto Carlos, pero el del Madrid, cuando era joven. Yo no lo he visto jugar, pero mi padre habla mucho de él, así que supongo que sería bueno.
Después de un buen rato de juego, seguíamos con un disputadísimo cero a cero, cuando me encontré con un balón perfecto en la frontal del área. Todos gritaban –¡Tira, tira! Cogí toda la fuerza que había en mí para chutar la pelota, pero entonces, Andrés, que es más bruto que un arao me hizo una entrada que ni De Jong a Xabi Alonso en la final del mundial. Me arreó semejante patada en la espinilla que se me quitaron todas las ganas de seguir jugando. Por supuesto empecé a llorar como un descosido y me fui al recreo de los pequeños, donde la tierra, me senté debajo de un árbol y estuve allí hasta que se me pasó el dolor.
A mi lado estaban  Juan, Iván y Raquel jugando con la pelota gigante, dándole patadas para hacerla volar lo más alto posible. Parecían estar pasándoselo pipa así que decidí unirme a ellos. Como no podía ser de otra forma, Juan combinaba los patadones  con unos quicos que tenía escondidos en el bolsillo. Es que Juan siempre está comiendo, pero lo curioso es que nunca engorda, nadie lo entendemos, pero así es. No hay día que no lleve algo de picar en la mochila o la chaqueta. Unas galletas, pipas, chuches… de todo ¡hasta unas aceitunas le vimos un día en una bolsita! Solo Juan podría traerse aceitunas al cole.
El caso es que en uno de los intentos por traspasar la atmósfera la pelota se quedó encajada entre dos ramas de un árbol. No sé cómo lo hacíamos, pero casi siempre que jugábamos con una pelota se nos encalaba en un árbol. Aunque como ya estamos acostumbrados tenemos una técnica secreta para solucionarlo. Cogemos una zapatilla y la lanzamos con todas nuestras fuerzas hacia la pelota. No es que sea muy sofisticada pero nos da resultado. Esta vez le tocó descalzarse a Iván. Iván es un compañero que, cómo decirlo…  el señor Joaquín nos ha enseñado a decir que tiene un problema, o que es especial, pero vamos, para que se me entienda, que no tiene muchas luces. Al principio a Iván no le hizo mucha gracia, porque lucia unas esplendidas Nike que le habían regalado esa misma semana
-Si te ha tocado, te ha tocado –le decía Juan -, así es la suerte.
El argumento no parecía convencerle demasiado, pero no podía hacer otra cosa más que aguantarse, le había tocado y eso era sagrado.
Juan era el encargado de tirar la zapatilla, pues era el que más fuerza tenía de los cuatro. Se preparó, apuntó con la mirada ¡y lanzó! Ninguno nos esperábamos lo que pasó a continuación. La zapatilla ni siquiera rozó la pelota, pasó entre las ramas y con un vuelo perfecto siguió subiendo hasta cruzar la verja del colegio y caer en los huertos de enfrente, a la sombra de un naranjo. Todos nos quedamos boquiabiertos, bueno, todos menos Raquel que se echó a reír. Iván empezó a llorar y se fue corriendo a decírselo al señor Joaquín, que decidió que lo mejor era que Juan y yo fuéramos al huerto en busca de la zapatilla voladora.
Solo tuvimos que dar un pequeño rodeo al colegio y ya teníamos la zapatilla en nuestras manos. Juan iba a lanzarla de nuevo, pero yo le dije que no, que ya había lanzado mal antes y que ahora me tocaba a mí. Cogí la zapatilla y la tiré, esperando solucionarlo todo y calmar La plorera de Iván. Solo hubo un problema, yo no tengo tanta fuerza como Juan, así que me quedé corto, le di a la verja, con tanta mala pata que la pobre Nike rebotó y fue a caer dentro de la acequia del huerto y la corriente de agua se la tragó en la tubería. ¡En qué momento le dije nada a Juan! Tendría que haber dejado que lanzara él. Iván se puso a llorar aún más fuerte y Raquel No podía parar de reírse.
-¡Cállate, cállate! –le gritaba Iván -¡Qué te calles he dicho!
También es mala suerte, dos lanzamientos fallidos en una sola tarde, ¿Quién podía imaginárselo?
Cuando todo parecía perdido vimos como la zapatilla salía flotando al otro lado de la tubería, así que salimos escupidos a por ella.
Justo antes de que sonara la sirena de las cinco, para irnos a casa, estábamos de vuelta en el patio con la zapatilla intacta. Chopada, pero intacta.
Iván estaba rojo como un tomate, se podía ver la rabia en sus ojos.
-¡Estoy muy enfadado! –repetía una y otra vez. Nos quitó la zapatilla se la puso a regañadientes y se fue a casa, mientras los demás no podíamos parar de reír.

El señor Joaquín nos regaño por lo ocurrido, pero había algo raro en su cara. Yo creo que por dentro él también se estaba riendo.