lunes, 17 de agosto de 2015

LA AZOHÍA



Se suponía que debíamos levantarnos a las nueve, por aprovechar la mañana completa y eso, pero la realidad era que pasaba de las once y aun estábamos desayunando. Sabíamos que otra vez más comeríamos tarde, pero estábamos de vacaciones y nada de eso nos importaba. El caso es que a eso de las doce habíamos preparado todo y teníamos los coches arrancados. Los Luises en uno y los demás conmigo, a la cabeza, con David en el asiento del copiloto para hacer de guía. Metí la marcha atrás para emprender el viaje y… ¡pum! Primera sorpresa. Tras de mi había aparcado uno de esos remolques para transportar barcas y yo, por supuesto, no lo vi en el retrovisor. Al bajar me encontré con una grieta redondeada en el parachoques trasero, como un disparo en un chaleco antibalas de una película americana. Un tanto apropiado por cierto, pues íbamos a ver “Castillitos” una vieja batería de cañones de la época de la guerra civil.
-Si algo le tenía que pasar al coche durante el viaje, mejor esto que otra cosa –eso le dije a todos y en especial a mi mismo para consolarme.
Por fin empezamos la excursión. Pasamos un pequeño pueblecito, parecía que estuviese abandonado y a mi me recordaba a uno de esos viejos escenarios donde se rodaban películas de vaqueros. Tomamos la carretera que subía por la montaña. Las vistas, geniales. Un paisaje de roca y curva donde si dejas de lado el miedo a encontrarte de frente con otro coche que te haga despeñarte por un camino más bien estrechito, puedes disfrutar de una agradable conducción, contemplando la ladera teñida de pigmentos morados que brillaban al reflejar los rayos del sol.
-David ¿izquierda o derecha? –la carretera se bifurcaba y había que tomar una decisión. Elegimos la derecha y como no, nos equivocamos. Pero no hay mal que por bien no venga, ese camino conducía hasta un repetidor donde las vistas que combinaban montaña y mar eran inmejorables. Justo antes de llegar a la pequeña explanada donde todo el mundo aparcaba un señor muy amable comenzó a descender con su monovolumen, por supuesto estoy hablando irónicamente. El señor podría haberse esperado un minuto para bajar ahorrándonos el acojone de meter dos coches en aquel camino lleno de baches y sin un centímetro de arcén que te separase de la inminente caída.
-Acho, que si que pasas- Imagínenselo con acento murciano. Me ahorraré repetir lo que dijimos sobre él, o sobre madre.
Ya estábamos a salvo y ahora viene el momento favorito de Joana ¿por las vistas, la naturaleza, la brisa? No, más bien por unas inesperadas compañeras de viaje, las mariposas. Mientras los demás explorábamos la zona ella las seguía con su cámara. He de admitir que encontró una especialmente hermosa, la ferocidad de un tigre a través de sus colores mezclada con la delicadeza y dulzura de aquellos pequeños seres alados.
Nos movíamos entre rocas al borde de los acantilados. Luis buscaba el saliente más alto para colocar su metro noventa y dos y sonorizar su tan apreciada arenga. Y lo encontró, por supuesto que lo encontró. Un pequeño montículo de piedras al lado de un búnquer grafiteado.
-¡Más alto, más cerca!- resonó por la montaña y todos nos echamos a reír.
Un último vistazo del paisaje antes de irnos. Se nos echaba el tiempo encima. Estábamos sentados en el techo del búnquer, en fila y con los pies colgando. Tras nosotros la montaña y las pequeñas casas a medio derruir del pueblo abandonado  enfrente toda una bajada en la que se podía distinguir un caminito que llegaba hasta Cala Cerrada. Después de eso todo mar, horizonte y nada más.
Volvemos a los coches, deshacemos el camino de baches hasta la bifurcación y ahora sí, tomamos la carretera correcta que nos lleva hasta Castillitos, puede que el nombre real sea otro, pero así nos lo dijo David y así se ha quedado.
Como les decía llegamos a nuestro destino y nos encontramos con construcciones de piedra sin lucir, todo con pinta de estar abandonado, que en realidad le daba un carácter más entrañable. Unos cuarteles enfrente, pequeñas torres detrás y un gran emplazamiento al fondo donde se podían distinguir dos grandes cañones de largo alcance. El primer descubrimiento, unas escaleras que daban a una oscuridad total, aunque esclarecida gracias a nuestras linternas. Así suena bonito, y lo era, solo que con un toque más cutre de lo que parece, las linternas eran las de nuestros móviles. Descubrimos una cueva alargada que salía a la ladera de la montaña.
Llegamos a la zona de las torres, donde un entramado de pasillos y escaleras rodeaba una gran sala central. En el techo de ésta seis torres, cuatro en las esquinas y dos centrales, a las que se podía subir por unas improvisadas escaleras  montadas con barras de acero oxidadas adheridas a las piedras. Una mirada con Luis bastó para comenzar el juego. De repente nos habíamos convertido en soldados con la misión de infiltrarse e inspeccionar aquellas torres. Cada uno eligió un flanco y agachados recorrimos los pasillos superiores hasta volver a encontrarnos frente a las torres. Nosotros nos divertimos mucho, aunque los demás más bien nos miraban con cara de extrañeza.
Cuando llegamos a la base de los cañones vimos que había diversos caminos para subir hasta ellos, así que a cuenta de tres empezamos una competición para ver quien llegaba antes. Me gustaría decir que gané, pero lo cierto es que escogí el peor camino posible y me perdí entre diversas salas y pasillos hasta que encontré unas escaleras oscuras y llegué, claro está, último. No haré más hincapié en mi estrepitosa derrota, supongo que lo entenderán, y pasaré directamente a describir los cañones. Si de lejos ya parecían grandes cuando los tienes a dos metros de ti puedes comprobar que son enormes. Podías caminar con total tranquilidad por su caña, y eso hicimos claro está. La estructura rectangular que se unía a esta caña era del tamaño de mi habitación. Lo admito, esa otra parte del cañón no sé cómo se llama.
Semejante estructura era el lugar perfecto para volver a jugar. Otro cruce de miradas con Luis. Me quité la mochila y se la lancé a David. Luis hizo lo propio con, bueno con el otro Luis. Dos enemigos a muerte que vuelven a cruzar sus caminos.
-Tú otra vez –le dije mientras desenvainaba mi espada imaginaria.
-Volvemos a encontrarnos –me respondió con el mismo gesto.
La respiración se aviva, los músculos se tensan, la mirada fija en los ojos del otro. Rompí la tensión con una carrera y un salto para lanzar mi primera estocada, dirigida directa a su cráneo pero fallida al encontrarse por medio con la espada de Luis que esquivaba así mi golpe. Una, dos y hasta tres lanzadas por su parte que no llegan a herirme. Damos un paso atrás, recobramos el aliento y corremos el uno contra el otro chocando nuestras espadas con fuerza. Estábamos clavados en el sitio, intentando empujar al otro mientras los sables chirriaban por la fricción. Luis me sorprendió con un movimiento ágil de muñeca para hacerme perder mi arma, pero yo también reacciono rápido y me aparto de su radio de acción. Ruedo por el suelo, recupero mi arma y con la rodilla en tierra le ataco a la altura de los pies, sin ningún éxito, pues él salta colocándose a mi izquierda. Cuando sus pies encuentran el suelo de nuevo noto algo cálido en mi cuello que rápidamente se transforma en un incesante helor que recorre todo mi cuerpo. Mi mano derecha ya no reacciona. Pierdo mi espada, ya no la puedo sostener. Noto como la sangre se derrama por mi cuello y pecho y en un segundo todo mi cuerpo se desploma sobre aquel inmenso cañón, inerte y apartado ya de la vida. ¿No les ha parecido una batalla épica? Para nosotros así lo fue. Los demás decían que en realidad había sido un tanto cutre vernos allí con espadas imaginarias, pero que sabrán, ellos no la vivieron.
Después de nuestro freak moment pasamos a vivir una de las experiencias más interesantes de nuestro viaje. Nos arrastramos bajo una puerta medio rota. Ante nosotros un pasillo oscuro. Nos invadió un fuerte olor a humedad y la sensación térmica de un lugar claramente abandonado y cerrado desde hace años. Cruzamos el pasillo y fuimos a la derecha. Sabíamos donde habíamos llegado. Estábamos dentro del cañón y una sonrisa se esbozaba en mi rostro. Subimos por una vieja escalera que atravesaba una trampilla. Todos los engranajes del cañón estaban a nuestro alrededor. Subimos varias escaleras más, un total de tres pisos sumergidos en un aura un tanto tenebrosa pero mágica a la vez. La luz del exterior entraba por diversos agujeros oxidados. Se escuchaban los pasos del resto de visitantes que caminaban por encima del cañón igual que nosotros hicimos antes. Nos quedamos allí unos minutos, embriagándonos de aquella sensación. Nos disponíamos a volver cuando lo vimos. No se emocionen demasiado, este no es un relato de terror, era solo una pintada, aunque en cierto modo lo que decía daba un poco de miedo. Se lo cito textualmente, “Aquí copularon Arantxa y Rafa” aquel debió ser el polvo más siniestro de la historia. No pudimos evitar la risa.
Comenzaba a hacerse tarde, así que decidimos volver a los coches y poner rumbo de vuelta al apartamento. La distribución seguía siendo la misma, David, Nieves y Joana conmigo y los Luises detrás siguiéndonos. Delante de nosotros un todoterreno negro con una familia alemana y el conductor más prudente del mundo. Puede que en realidad no fueran alemanes, pero así los bautizamos nosotros.
Bajábamos por aquella carretera curvilínea y estrecha, despidiéndonos de las vistas. Pusimos la radio y empezó a sonar Wonderwall, de Oasis. Poco a poco subí el volumen y los cuatro empezamos a cantar. He cantado cientos de veces esa canción, pero nunca como aquel día.
Sé que este no es el relato más intenso del mundo, puede incluso que se hayan aburrido al leerlo. No tiene grandes aventuras, giros dramáticos ni reflexión final. Este relato es sencillamente un bonito recuerdo que no quiero olvidar.