Se suponía que debíamos
levantarnos a las nueve, por aprovechar la mañana completa y eso, pero la
realidad era que pasaba de las once y aun estábamos desayunando. Sabíamos que
otra vez más comeríamos tarde, pero estábamos de vacaciones y nada de eso nos
importaba. El caso es que a eso de las doce habíamos preparado todo y teníamos
los coches arrancados. Los Luises en uno y los demás conmigo, a la cabeza, con
David en el asiento del copiloto para hacer de guía. Metí la marcha atrás para
emprender el viaje y… ¡pum! Primera sorpresa. Tras de mi había aparcado uno de
esos remolques para transportar barcas y yo, por supuesto, no lo vi en el
retrovisor. Al bajar me encontré con una grieta redondeada en el parachoques
trasero, como un disparo en un chaleco antibalas de una película americana. Un
tanto apropiado por cierto, pues íbamos a ver “Castillitos” una vieja batería
de cañones de la época de la guerra civil.
-Si algo le tenía que
pasar al coche durante el viaje, mejor esto que otra cosa –eso le dije a todos
y en especial a mi mismo para consolarme.
Por fin empezamos la
excursión. Pasamos un pequeño pueblecito, parecía que estuviese abandonado y a
mi me recordaba a uno de esos viejos escenarios donde se rodaban películas de
vaqueros. Tomamos la carretera que subía por la montaña. Las vistas, geniales.
Un paisaje de roca y curva donde si dejas de lado el miedo a encontrarte de
frente con otro coche que te haga despeñarte por un camino más bien estrechito,
puedes disfrutar de una agradable conducción, contemplando la ladera teñida de
pigmentos morados que brillaban al reflejar los rayos del sol.
-David ¿izquierda o
derecha? –la carretera se bifurcaba y había que tomar una decisión. Elegimos la
derecha y como no, nos equivocamos. Pero no hay mal que por bien no venga, ese
camino conducía hasta un repetidor donde las vistas que combinaban montaña y
mar eran inmejorables. Justo antes de llegar a la pequeña explanada donde todo
el mundo aparcaba un señor muy amable comenzó a descender con su monovolumen,
por supuesto estoy hablando irónicamente. El señor podría haberse esperado un
minuto para bajar ahorrándonos el acojone de meter dos coches en aquel camino
lleno de baches y sin un centímetro de arcén que te separase de la inminente
caída.
-Acho, que si que pasas-
Imagínenselo con acento murciano. Me ahorraré repetir lo que dijimos sobre él,
o sobre madre.
Ya estábamos a salvo y
ahora viene el momento favorito de Joana ¿por las vistas, la naturaleza, la
brisa? No, más bien por unas inesperadas compañeras de viaje, las mariposas.
Mientras los demás explorábamos la zona ella las seguía con su cámara. He de
admitir que encontró una especialmente hermosa, la ferocidad de un tigre a
través de sus colores mezclada con la delicadeza y dulzura de aquellos pequeños
seres alados.
Nos movíamos entre rocas
al borde de los acantilados. Luis buscaba el saliente más alto para colocar su
metro noventa y dos y sonorizar su tan apreciada arenga. Y lo encontró, por
supuesto que lo encontró. Un pequeño montículo de piedras al lado de un búnquer
grafiteado.
-¡Más alto, más cerca!-
resonó por la montaña y todos nos echamos a reír.
Un último vistazo del
paisaje antes de irnos. Se nos echaba el tiempo encima. Estábamos sentados en
el techo del búnquer, en fila y con los pies colgando. Tras nosotros la montaña
y las pequeñas casas a medio derruir del pueblo abandonado enfrente toda una bajada en la que se podía
distinguir un caminito que llegaba hasta Cala Cerrada. Después de eso todo mar,
horizonte y nada más.
Volvemos a los coches,
deshacemos el camino de baches hasta la bifurcación y ahora sí, tomamos la
carretera correcta que nos lleva hasta Castillitos, puede que el nombre real
sea otro, pero así nos lo dijo David y así se ha quedado.
Como les decía llegamos a
nuestro destino y nos encontramos con construcciones de piedra sin lucir, todo
con pinta de estar abandonado, que en realidad le daba un carácter más
entrañable. Unos cuarteles enfrente, pequeñas torres detrás y un gran
emplazamiento al fondo donde se podían distinguir dos grandes cañones de largo
alcance. El primer descubrimiento, unas escaleras que daban a una oscuridad
total, aunque esclarecida gracias a nuestras linternas. Así suena bonito, y lo
era, solo que con un toque más cutre de lo que parece, las linternas eran las
de nuestros móviles. Descubrimos una cueva alargada que salía a la ladera de la
montaña.
Llegamos a la zona de las
torres, donde un entramado de pasillos y escaleras rodeaba una gran sala
central. En el techo de ésta seis torres, cuatro en las esquinas y dos
centrales, a las que se podía subir por unas improvisadas escaleras montadas con barras de acero oxidadas
adheridas a las piedras. Una mirada con Luis bastó para comenzar el juego. De
repente nos habíamos convertido en soldados con la misión de infiltrarse e
inspeccionar aquellas torres. Cada uno eligió un flanco y agachados recorrimos
los pasillos superiores hasta volver a encontrarnos frente a las torres.
Nosotros nos divertimos mucho, aunque los demás más bien nos miraban con cara
de extrañeza.
Cuando llegamos a la base
de los cañones vimos que había diversos caminos para subir hasta ellos, así que
a cuenta de tres empezamos una competición para ver quien llegaba antes. Me
gustaría decir que gané, pero lo cierto es que escogí el peor camino posible y
me perdí entre diversas salas y pasillos hasta que encontré unas escaleras
oscuras y llegué, claro está, último. No haré más hincapié en mi estrepitosa
derrota, supongo que lo entenderán, y pasaré directamente a describir los
cañones. Si de lejos ya parecían grandes cuando los tienes a dos metros de ti
puedes comprobar que son enormes. Podías caminar con total tranquilidad por su
caña, y eso hicimos claro está. La estructura rectangular que se unía a esta
caña era del tamaño de mi habitación. Lo admito, esa otra parte del cañón no sé
cómo se llama.
Semejante estructura era
el lugar perfecto para volver a jugar. Otro cruce de miradas con Luis. Me quité
la mochila y se la lancé a David. Luis hizo lo propio con, bueno con el otro
Luis. Dos enemigos a muerte que vuelven a cruzar sus caminos.
-Tú otra vez –le dije
mientras desenvainaba mi espada imaginaria.
-Volvemos a encontrarnos
–me respondió con el mismo gesto.
La respiración se aviva,
los músculos se tensan, la mirada fija en los ojos del otro. Rompí la tensión
con una carrera y un salto para lanzar mi primera estocada, dirigida directa a
su cráneo pero fallida al encontrarse por medio con la espada de Luis que
esquivaba así mi golpe. Una, dos y hasta tres lanzadas por su parte que no
llegan a herirme. Damos un paso atrás, recobramos el aliento y corremos el uno
contra el otro chocando nuestras espadas con fuerza. Estábamos clavados en el
sitio, intentando empujar al otro mientras los sables chirriaban por la
fricción. Luis me sorprendió con un movimiento ágil de muñeca para hacerme
perder mi arma, pero yo también reacciono rápido y me aparto de su radio de
acción. Ruedo por el suelo, recupero mi arma y con la rodilla en tierra le
ataco a la altura de los pies, sin ningún éxito, pues él salta colocándose a mi
izquierda. Cuando sus pies encuentran el suelo de nuevo noto algo cálido en mi
cuello que rápidamente se transforma en un incesante helor que recorre todo mi
cuerpo. Mi mano derecha ya no reacciona. Pierdo mi espada, ya no la puedo
sostener. Noto como la sangre se derrama por mi cuello y pecho y en un segundo
todo mi cuerpo se desploma sobre aquel inmenso cañón, inerte y apartado ya de
la vida. ¿No les ha parecido una batalla épica? Para nosotros así lo fue. Los
demás decían que en realidad había sido un tanto cutre vernos allí con espadas
imaginarias, pero que sabrán, ellos no la vivieron.
Después de nuestro freak moment pasamos a vivir una de las
experiencias más interesantes de nuestro viaje. Nos arrastramos bajo una puerta
medio rota. Ante nosotros un pasillo oscuro. Nos invadió un fuerte olor a
humedad y la sensación térmica de un lugar claramente abandonado y cerrado
desde hace años. Cruzamos el pasillo y fuimos a la derecha. Sabíamos donde
habíamos llegado. Estábamos dentro del cañón y una sonrisa se esbozaba en mi rostro.
Subimos por una vieja escalera que atravesaba una trampilla. Todos los
engranajes del cañón estaban a nuestro alrededor. Subimos varias escaleras más,
un total de tres pisos sumergidos en un aura un tanto tenebrosa pero mágica a
la vez. La luz del exterior entraba por diversos agujeros oxidados. Se
escuchaban los pasos del resto de visitantes que caminaban por encima del cañón
igual que nosotros hicimos antes. Nos quedamos allí unos minutos,
embriagándonos de aquella sensación. Nos disponíamos a volver cuando lo vimos.
No se emocionen demasiado, este no es un relato de terror, era solo una
pintada, aunque en cierto modo lo que decía daba un poco de miedo. Se lo cito
textualmente, “Aquí copularon Arantxa y Rafa” aquel debió ser el polvo más
siniestro de la historia. No pudimos evitar la risa.
Comenzaba a hacerse tarde,
así que decidimos volver a los coches y poner rumbo de vuelta al apartamento.
La distribución seguía siendo la misma, David, Nieves y Joana conmigo y los
Luises detrás siguiéndonos. Delante de nosotros un todoterreno negro con una
familia alemana y el conductor más prudente del mundo. Puede que en realidad no
fueran alemanes, pero así los bautizamos nosotros.
Bajábamos por aquella
carretera curvilínea y estrecha, despidiéndonos de las vistas. Pusimos la radio
y empezó a sonar Wonderwall, de
Oasis. Poco a poco subí el volumen y los cuatro empezamos a cantar. He cantado
cientos de veces esa canción, pero nunca como aquel día.
Sé que este no es el
relato más intenso del mundo, puede incluso que se hayan aburrido al leerlo. No
tiene grandes aventuras, giros dramáticos ni reflexión final. Este relato es
sencillamente un bonito recuerdo que no quiero olvidar.