domingo, 17 de noviembre de 2013

RUTINA ANÓNIMA



Lunes. 06:00 de la mañana. Zapatillas de correr. Esquina de Park Aveniu con la 72. Madison Av. Quinta avenida. Central Park. Terrace Dr. A mi derecha el lago. 06:15 de la mañana. Esquina de Columbus con la 72, media vuelta, mismo camino. 06:30 una ducha y a las 07:00 listo. Traje, abrigo y zapatos, negros, igual que el traje. Voy hasta la parada de metro de Hunter College, son las 07:06. Cinco minutos hasta la estación central y once más hasta Wall Street. Con los cambios de metro, en total veinticinco minutos. 07:31 de la mañana, me dirijo a mi oficina. Son las 07:45 y me siento en mi silla como un reloj, como todos los días. Doce horas más tarde cierro la puerta de mi despacho y hago el viaje de vuelta a casa. Al llegar me deshago de mi indumentaria, limpio los zapatos con una bayeta humedecida y me pongo mis zapatillas de estar por casa, de cuadros, negras y grises. Hago la cena y me siento frente al televisor. Son las 21:00 y empiezo a cenar, como un reloj, como todos los días. 00:00, medianoche. Me meto en la cama. En seis horas volverá a sonar mi despertador.
Este es mí día a día, no cambia, de lunes a viernes, siempre lo mismo. Los fines de semana son solo un intermedio, un preludio televisivo que transcurre con bata y alpargatas hasta que llega de nuevo el Lunes y con él la rutina. La bendita y a la vez endiablada rutina. En ocasiones creo que es lo que me hace permanecer en este mundo. La seguridad y la comodidad de una monotonía que conozco como la palma de mi mano y que puedo describir a partir de mis tres calzados, los únicos que tengo, ¿para qué más? zapatillas para correr, zapatos para trabajar y alpargatas para descansar. Pero en ocasiones es éste mismo hábito el que me hace desesperar y pensar en mandarlo todo a la mierda, acabar con una vida alejada de sorpresas y aventuras. Aunque al final siempre me pregunto para qué quiero una vida con aventuras, no las necesito, además, no tengo botas de montaña. Prefiero el orden y la seguridad, desde niño. Supongo que nunca me gustó ir de un lado para otro. De casa de madre a casa de padre, de casa de padre a casa de madre y vuelta a empezar. Todo aquello era estresante y cuando crecí opté por reestructurar y ordenar mi vida. Mi trabajo consiste en revisar informes, es decir coger papeles de un montón y apilarlos en otro montón diferente así que digamos que tampoco supone ninguna emoción añadida. Sin embargo hay una cosa que año tras año me desconcierta. Un sorteo. Ese maldito sorteo… Cada primavera en la empresa regalan un viaje, cada vez a un sitio diferente pero siempre con algo en común, arena y playa. Lo peor de todo es que no hay que cumplir ningún requisito, es totalmente al azar. Eso me deja completamente expuesto, cualquier año podría salir elegido y eso me da un pánico atroz. Un viaje para dos a una playa paradisiaca… Para empezar es para dos, así que tendría que buscar un acompañante, algo que por supuesto no es de mi agrado. No se puede controlar a un ser ajeno. Y por si el hecho de viajar no rompiera suficiente mi rutina, encima es a una playa. Para eso se necesitan chanclas y como mencionaba antes, eso se sale de mi armario. No creo que fuera muy adecuado pasear por la playa con unas Nike blancas y azules. El por qué de esta reflexión no es por otra cosa que porque mañana, es el día del concurso. Y claro como todos los años, la noche de antes me la paso acojonado, pensando y pensando, haciendo diferentes planteamientos de la situación. Rechazar el viaje, ya está más que descartado. El jefe nos obliga a asistir, si o si. Dice que es una forma de hacer publicidad. Cedérselo a otra persona, podría ser una opción, pero no tengo a nadie a quien hacerle tal regalo. En la oficina no conozco a nadie, no tengo ni un amigo y nunca me atrevería a hablar familiarmente con uno de mis superiores, así que queda fuera de la lista. Ahora llegamos a la pregunta de siempre ¿Y si fuera al dichoso viaje? Quizá sea este el momento adecuado, el momento perfecto para dar un giro radical, para afrontar la parte sombría de mi mencionada rutina y deshacerme de ella para siempre. Solo pensarlo me da un  miedo terrible, pero es un buen inicio, enfrentarse a ese miedo. Una vida completamente diferente. Una vida llena de momentos inesperados, una vida llena de libertad. Si, puede resultar, puede salir bien. Mañana me levantaré, y cuando llegue a la oficina me sentaré con los demás, con una sonrisa, viviendo el mismo nerviosismo que mis compañeros, ganaré ese viaje y todo dará comienzo. Allí puede que conozca a alguien especial, podría volver conmigo, estar juntos, incluso llegar a casarnos. Mudarnos a un apartamento más grande, tener hijos, criarlos, verlos crecer mientras hacemos amistad con los vecinos, o con los trabajadores de la empresa. Celebrar fiestas. Reír cantar y bailar. Y una vez los chicos se hayan hecho mayores, viajar. Conocer el mundo. Dar vueltas y vueltas hasta que nuestro cuerpo no pueda más, para así terminar nuestros días de forma tranquila, rodeado de las amistades que hemos hecho a lo largo de tantos años y morir, morir feliz. Estoy seguro, lo voy a hacer. ¡Adiós rutina! ¡Me despido de ti para siempre! Mañana a estas horas ya no formaras parte de mi vida y no volveré a verte nunca.
Martes. 06:00. Zapatillas de correr. Cruzo Central Park una vez más, pero esta vez con un aire distinto, como si nunca más fuese a ser igual. Ducha, traje y zapatos negros. Mis pies no se adaptan igual a ellos. Hoy me aprietan, me oprimen. Hunter College, Estación Central y Wall Street, son las 07:31 de la mañana. Una sonrisa atraviesa mi cara, mi vida está a punto de cambiar. 07:45, primer cambio, nada de mi butaca. Me siento en el sofá de la sala comunitaria, ya lo están preparando todo. La gente comienza a llegar y sentarse. Cada vez estoy más y más nervioso, ya no queda nada y mi sonrisa sigue latente. 08:15, empieza el concurso. Todos nuestros nombres están apuntados en cantidad de papelitos que se refugian en un bote tranparente. El jefe saca uno de los susodichos papelitos y lo abre dispuesto a leer el nombre. Aquí viene. Mi corazón a mil. Ya llega. Adiós rutina. Nathan Saracen. Nathan Saracen… Retahíla de “tomas” y “yujus”. El hombre que está a mi derecha se levanta para estrecharle la mano al jefe y recibir el premio. No contaba con esto. Venía tan abstraído con la idea del cambio que olvidé que aun tenía que ganar. Las siguientes doce horas son las más largas de mi vida. Todo mi mundo se me viene encima. De repente mi querida monotonía adopta su forma más diabólica para atormentarme en forma de soledad, desesperación y tristeza. Siento frio y estos malditos zapatos siguen apretándome. Ahora soy más consciente que nunca. Estoy solo, no tengo amigos y nadie que me quiera o a quien querer. Mi existencia de ser se reduce a tres malditos calzados, zapatillas para correr, zapatos para trabajar y alpargatas para descansar. Son las 19:45 y salgo de la oficina. Magnifico, está lloviendo. Lo que me faltaba. Camino hasta la parada de metro mientras el agua inunda la tela de mi traje y la suela de mis zapatos. Me siento en el andén a esperar el metro de las 20:10. Un pensamiento y solo uno recorre mi cabeza. Todo sigue igual, todo sigue igual…  Los zapatos me oprimen más que nunca. No lo aguanto más. Me los desabrocho y dejo a mis pies respirar el cargado aire de la estación. Miro los zapatos fijamente, están sucios por la lluvia. Llevo un clínex en mi abrigo, así que lo saco y los limpio. Los vuelvo a mirar. Todo sigue igual… Mi respiración comienza a acelerarse. Dejo los ahora impolutos zapatos en el suelo y doy cinco pasos hasta el borde del andén. Bajo a las vías y me tumbo apoyando la cabeza sobre el raíl derecho. Miro mi reloj. Son exactamente las 20:10, el metro no se retrasa. Todo va a cambiar…

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